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sábado, 26 de noviembre de 2011

RETORNO

de Ronald                                                              


Cuando Adrián la conoció ella deambulaba en el interior amarillento de su casa, detrás de una puerta apolillada, debajo de totoras trenzadas y adheridas a gruesos y nudosos guayaquiles.

Lo sentó en una silla de paja demasiado grande para él y la entendió hosca, en silencio le examinó largamente, tomó un frasquito y lanzó sobre él agua bendita, el niño se sintió arrollado y tuvo la certeza que la vieja flaca era quien disponía.

La zamba se persignó y empezó a pronunciar una densa letanía de padrenuestros eslabonados con plegarias marianas y oraciones anacrónicas, apretaba un rosario violáceo que hacia desaparecer cuenta por cuenta entre sus dedos morados; le hipnotizaban sus labios moviéndose sin parar y su lengua atosigante del mismo color jacintino, Adrián  no veía ninguna otra cosa, no podía ver nada más.

Cuando el cansancio ensombreció al niño, ella se apagó; le dio a tomar agua de azahar, cogió un ají de una bandeja y se lo pasó por encima, le hizo levantar la frente, inclinar la cabeza, erizar la nuca, estremecer la espalda y encoger el pecho, mientras que, confidencialmente, le recitaba un Salve.

Entonces se supo ama absoluta de un poder descomunal. Alargó portentosamente el cuello, estiro los brazos de forma inaudita y, dando pasos hacia atrás, reclamó con autoridad el alma del niño: ¡Adrián ven!... ¡ Adrián ven…!

Imperiosa se acercaba y alejaba, retrocedía y acometía, giraba rodeándolo con sus brazos huesudos, hacia ademanes enérgicos de cogerlo, gesticulando ásperamente, jalarlo; parecía, a veces, que imploraba; Adrián recordaría el mismo manoteo, más de lejos en el nado de pecho, e íntimamente en la gallina que cercaba a los pollos con las alas. Adrián ven…, Adrián ven, Adrián ven…

Se mareaba en entramados indefinidos, recorría los vericuetos irregulares de la confusión y la miraba anonadado; su llamado pertinaz, su voz estrepitosa debían hacerle sortear los extramuros erizados del susto y regresar transpirando a la vida. Deidamia clamaba apremiante…, Adrián ven, Adrián ven…

Por que sólo el amor puede desempañarte, mucho tiempo después, Adrián quiso que le tejiera una ruta a la esperanza y lo trajese de vuelta a los cinco años desde las tinieblas viscerales de la angustia, pero, entonces, él… pues, no sabía.

Acabó su diligencia, frotó el delgado rosario entre y sobre las cejas del niño, a lo largo de su frente, por su cabeza, en toda su espalda, en cada confín de su pecho, lo hizo santiguarse, se persignó ella ortodoxamente, encadenó el ánima para que nadie la espantara y se fue, arrastrando extrañamente un pie, a un lugar que Adrián no pudo ver. Allí colocó el ají en una hornilla y vio como el éste reventaba y el mal se descomponía agitado en mil golpes estridentes y fogonazos rojizos. Luego regresó y se sentó exhausta, esperando de costado, cabizbaja.

Salió de la casa con las mejillas abrazadas y vio al sol con los ojos crecidos, cayendo, parecía sumirlo a mitad de calle, su luz llenaba todas las concavidades, robustecía los postes raquíticos y revitalizaba las paredes llenas de telarañas viejas y cubiertas de polvo. 


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